Una idea recurrente en la ideología neoliberal es que el arte no debe ser político. Para los neoliberales, si una obra muestra abiertamente una perspectiva política o invita a una discusión de este tipo se “ensucia” o se vuelve propaganda. Sin embargo, es difícil encontrar una obra literaria de mérito que no refleje una postura política y ética de manera implícita o, explícita como es el caso de La próxima vez el fuego (1963) de James Baldwin. Pocos autores norteamericanos han logrado una consistencia similar a la de Baldwin: sus novelas, ensayos, cuentos y obras de teatro (entre otros géneros que cultivó) son admirables. El libro que nos ocupa, del cual hay una traducción al español editada por Editorial Sudamericana en Buenos Aires en 1964, es un referente obligado al hablar de las luchas por los derechos humanos de la comunidad afroamericana del siglo veinte y lo que va del veintiuno.
El libro se divide en dos cartas abiertas. En la primera –y más breve– Baldwin se dirige a su sobrino. Se titula “Carta a mi sobrino en el centésimo aniversario de la emancipación”. En ella Baldwin expone los puntos esenciales que todo joven afroamericano debe conocer para tomar acciones concretas sobre una situación que parece irremediable. No se trata tanto de una denuncia del racismo (que va implícita en todo texto de James Baldwin) como de un llamado a la juventud a no dejarse someter por una serie de fuerzas que les han hecho creer que la violencia, la miseria y la humillación son su destino. La segunda parte que simplemente se titula “Carta desde una cierta región de mi mente”, no tiene un destinatario específico. Sin embargo, está dirigida a cualquier persona interesada en una explicación histórica del contexto de los afroamericanos en el momento de la publicación del libro y, por extensión lamentable, en el presente. El autor no se limita a una exposición más de los horrores del racismo, aunque la mención de la violencia que lo conforma es inevitable, Baldwin ofrece puntos de vista deslumbrantes sobre el asunto. Analiza cómo a pesar de la crueldad, de la aberración que es el concepto mismo de negritud –pues Baldwin demuestra que el apelativo “negro” es una invención de los colonizadores– los blancos solo proyectan en los afroamericanos sus propios traumas y temores y por ello son dignos de compasión. Odiarlos como a un grupo es natural desde quienes han vivido sometidos y vejados por ellos, los blancos, los poderosos, pero la solución, dice Baldwin, no es crear una nación dentro de otra. Esto lo dice a propósito del islam, que durante los años sesenta tuvo muchos adeptos afroamericanos en Estados Unidos y que, según el autor, buscaban la venganza más que nada y la supremacía de la comunidad afroamericana. Dice Baldwin:
A los afroamericanos de este país –y los afroamericanos no existen, estricta o legalmente hablando, en ningún otro– se les enseña realmente a despreciarse a sí mismos desde el momento en que abren los ojos al mundo. Este mundo es blanco y ellos son afroamericanos. Los blancos tienen el poder, lo que significa que son superiores a los afroamericanos (intrínsecamente, esto es: Dios lo decretó así), y el mundo tiene innumerables maneras de hacerte saber esta diferencia, de sentirla y temerla. Mucho antes de que el niño afroamericano perciba esta diferencia, y aún antes de que la entienda, ha empezado a reaccionar a ella, ha empezado a ser controlado por ella. Cada esfuerzo que hacen los padres para preparar a ese niño para un destino del que no pueden protegerlo, hace que ese niño secretamente, aterrorizado, empiece a esperar, sin saber que lo está haciendo, su misterioso e inexorable castigo. Debe ser “bueno” no solo para complacer a sus padres y no solo para evitar ser castigado por ellos; detrás de su autoridad se encuentra otro ser, sin nombre e impersonal, infinitamente más difícil de complacer y de una crueldad sin fondo. Y esto se filtra en la conciencia del niño a través del tono de voz de sus padres cuando lo exhortan, lo castigan o lo aman; en el tono de voz repentino e incontrolable por el miedo que se escucha en la voz de su madre o su padre cuando se ha desviado de algún límite particular. No sabe cuál es ese límite y no puede obtener ninguna explicación, lo cual es bastante aterrador, pero el miedo que oye en las voces de sus mayores es aún más aterrador. El miedo que escuché en la voz de mi padre, por ejemplo, cuando se dio cuenta de que realmente yo creía que podía hacer cualquier cosa que un chico blanco pudiera hacer, y que tenía toda la intención de probarlo, no era para nada como el miedo que escuché cuando uno de nosotros estaba enfermo o se había caído por las escaleras o se había alejado demasiado de la casa. Era otro temor, un temor que el niño, al desafiar las suposiciones del mundo blanco, se ponía a sí mismo en el camino de la destrucción. Un niño no puede, gracias a Dios, saber cuán vasta y despiadada es la naturaleza del poder, con qué increíble crueldad se trata la gente. Reacciona al miedo en las voces de sus padres porque sus padres le sostienen el mundo y no tiene protección sin ellos. Me defendí, como imaginaba, del miedo que mi padre me hizo sentir al recordar que era muy anticuado. Además, me enorgullecía del hecho de que ya sabía cómo burlarlo. Defenderse de un miedo es simplemente asegurarse de que un día será conquistado por él; los miedos deben ser enfrentados. En cuanto al ingenio, no es cierto que uno pueda vivir de acuerdo a él… no, es decir, si uno desea vivir realmente. Ese verano, en todo caso, todos los miedos con los que había crecido, y que ahora eran parte de mí y controlaban mi visión del mundo, se alzaron como un muro entre el mundo y yo, y me llevaron a la iglesia[1].
En efecto, Baldwin escapó del mundo de la drogadicción y de la prostitución gracias a que encontró un refugio en la iglesia católica. Se hizo seminarista y no fue sino hasta que descubrió que dentro de la propia Iglesia, aquello que lo atemorizaba y lo hacía más vulnerable ante las amenazas de la violencia causada por el racismo, se replicaban del mismo modo que afuera de ella, porque a final de cuentas el tema tenía que ver tanto con la lucha de clases como con las diferencias del color de piel. Dice Baldwin:
Entonces, ¿el Cielo iba a ser simplemente otro gueto? Quizás podría haber sido capaz de reconciliarme incluso con esto si hubiera sido capaz de creer que había alguna bondad amorosa en el refugio que representaba. Pero había estado en el púlpito demasiado tiempo y había visto demasiadas cosas monstruosas. No me refiero solo al hecho evidente de que el ministro finalmente adquiere casas y Cadillacs mientras los fieles continúan trapeando los pisos y dejan caer su dinero en la charola del diezmo. Realmente quiero decir que no había amor en la Iglesia. Era una máscara para el odio, el odio a sí mismo y la desesperación. El poder transfigurador del Espíritu Santo terminaba cuando el servicio terminaba, y la salvación se detenía en la puerta de la iglesia. Cuando nos dijeron que amáramos a todos, pensé que eso significaba a todos. Pero no. Solo se aplicaba a los que creían como nosotros, y no se aplicaba a los blancos en absoluto. Un ministro me dijo, por ejemplo, que nunca debería, en ningún transporte público, bajo ninguna circunstancia, levantarme y cederle mi asiento a una mujer blanca. Los hombres blancos nunca les habían cedido el asiento a las mujeres negras. Bueno, eso era bastante cierto, en general… entendí lo que quería decir. Pero ¿cuál era el punto, el propósito de mi salvación si no me permitía comportarme con amor hacia los demás, sin importar cómo se comportaran conmigo? Lo que los demás hacían era su responsabilidad, por la que responderían cuando sonara la trompeta del juicio final. Pero lo que yo hacía era mi responsabilidad, y también tendría que responder, a menos que, por supuesto, hubiera también en el Cielo una dispensa especial para el afroamericano ignorante, que no debía ser juzgado de la misma manera que los otros seres humanos, o los ángeles. Probablemente se me ocurrió en esta época que la visión que la gente tiene del mundo venidero no es más que un reflejo, con previsibles distorsiones de deseo, del mundo en el que viven. Y esto no se aplicaba solo a los afroamericanos, que no eran más “simples” o “espontáneos” o “cristianos” que cualquier otro; que eran simplemente más oprimidos. De la misma manera que nosotros, para los blancos, éramos los descendientes de Ham, y fuimos maldecidos para siempre, los blancos eran, para nosotros, los descendientes de Caín. Y la pasión con la que amamos al Señor era una medida de lo profundamente que temíamos y desconfiábamos y, al final, odiábamos siempre a casi todos los extraños y nos evitábamos y despreciábamos a nosotros mismos.
Hacia el final del libro, Baldwin nos presenta una visión poco escuchada en la actualidad sobre cómo podemos mirar una historia de opresión para que no se quede solo en eso. Sin la intención de volver romántico el sufrimiento, pues sería una ofensa para millones de personas en el mundo, Baldwin se atreve a mirar más allá del dolor y de la rabia; se atreve a invitarnos a ir más allá de eso, no para sustituir la lucha y la denuncia por ideales tan frágiles como la nobleza, sino para asumir nuestra verdadera condición y transformarla de fondo.
Este pasado, el pasado del afroamericano, de soga, fuego, tortura, castración, infanticidio, violación; muerte y humillaciones; miedo de día y de noche, un miedo tan profundo como la médula del hueso; duda de que fuera digno de la vida, ya que todos los que le rodeaban se la negaban; él sentía pena por sus mujeres, por sus padres y familiares, por sus hijos, que necesitaban de su protección y a los que no podía proteger; rabia, odio y asesinato, un odio tan profundo hacia los hombres blancos que a menudo se volvía contra él y los suyos, y hacía imposible todo amor, toda confianza, toda alegría. Este pasado, esta lucha interminable para lograr y revelar y confirmar una identidad humana, la autoridad humana contiene, sin embargo, a pesar de todo su horror, algo muy hermoso. No quiero ser sentimental con respecto al sufrimiento –una dosis suficiente de sufrimiento es tan buena, sin duda, como un festín– pero la gente que no puede sufrir nunca puede crecer, nunca puede descubrir quién es. El hombre que se ve obligado cada día a arrebatar su hombría, su identidad, del fuego de la crueldad humana que se ensaña en destruirla sabe, si sobrevive a su esfuerzo, e incluso si no sobrevive, algo sobre sí mismo y la vida humana que ninguna escuela de la tierra –y, de hecho, ninguna iglesia– puede enseñar. Alcanza su propia autoridad y eso es inquebrantable. Esto es porque para salvar su vida se ve obligado a mirar por debajo de las apariencias, a no dar nada por sentado, a escuchar el significado de las palabras. Si uno está continuamente sobreviviendo a lo peor que la vida puede traer, uno deja, al cabo de un tiempo, de estar controlado por el miedo a lo que la vida puede traer; lo que sea que traiga debe soportarse. Y en este nivel de experiencia la amargura de uno comienza a ser aceptable, y el odio se convierte en un costal demasiado pesado para cargarlo. La aprehensión de la vida aquí tan breve e inadecuadamente esbozada ha sido la experiencia de generaciones de afroamericanos y ayuda a explicar cómo han soportado y cómo han sido capaces de producir niños en edad de jardín de infantes que pueden caminar a través de las multitudes para llegar a la escuela. Requiere gran fuerza y gran astucia continuamente para asaltar la poderosa e indiferente fortaleza de la supremacía blanca, como los afroamericanos en este país han hecho durante tanto tiempo. Requiere una gran resistencia espiritual para no odiar al que odia con el pie en el cuello, y un milagro aún mayor de percepción y caridad para no enseñar a tu hijo a odiar. Los niños y niñas afroamericanos que se enfrentan a las turbas hoy en día provienen de una larga línea de aristócratas inverosímiles –los únicos aristócratas genuinos que este país ha producido. Digo “este país” porque su marco de referencia era totalmente estadounidense. Estaban tallando en la montaña de la supremacía blanca la piedra de su individualidad. Tengo un gran respeto por ese ejército olvidado de hombres y mujeres afroamericanos que caminaban por los callejones y entraban por las puertas traseras, diciendo “Sí, señor” y “No, señora” para adquirir un nuevo techo para la escuela, nuevos libros, un nuevo material de química para los niños, más camas para los dormitorios, más dormitorios. No les gustaba decir “Sí, señor” y “No, señora”, pero el país no tenía prisa por educar a los afroamericanos, estos hombres y mujeres sabían que el trabajo tenía que hacerse, y metían su orgullo en los bolsillos para hacerlo. Es muy difícil creer que fueran inferiores a los hombres y mujeres blancos que les abrían las puertas traseras de sus casas. Es muy difícil creer que esos hombres y mujeres, criando a sus hijos, comiendo sus verduras, exclamando sus maldiciones, llorando sus lágrimas, cantando sus canciones, haciendo el amor, al salir y al ponerse el sol, fueran de alguna manera inferiores a los hombres y mujeres blancos que se acercaban sigilosamente a compartir esos esplendores después de que el sol se ponía. Pero hay que evitar el error europeo; no hay que suponer que, por el hecho de que la situación, los modos, las percepciones de los afroamericanos difirieran tan radicalmente de las de los blancos, fueran racialmente superiores. Estoy orgulloso de estas personas no por su color de piel, sino por su inteligencia, su fuerza espiritual y su belleza. El país debería estar orgulloso de ellos también, pero, por desgracia, no hay mucha gente en este país que sepa de su existencia. Y la razón de esta ignorancia es que el conocimiento del papel que estas personas jugaron y juegan en la vida de Estados Unidos revelaría a los estadounidenses más de lo que ellos desean saber.
El miedo a la autocrítica es, en el fondo, el miedo a la verdad, a mirarnos como realmente somos. Sin embargo, ¿cómo podríamos comenzar a resolver nuestros problemas fundamentales, aquellos que calan más hondo y a los que calificamos de inexplicables, si no nos miramos como realmente somos ahora? Las respuestas más fáciles a la opresión son el odio, el resentimiento y más violencia. Nada más natural. Con todo, James Baldwin –desde el centro de un grupo social que tal vez ha experimentado como ningún otro la violencia, la crueldad y la opresión– nos invita a exigir justicia para trascender el odio y no a actuar desde ese mismo odio porque hemos visto que no resuelve nada y que no tiene futuro. La exigencia del cumplimiento de los derechos humanos de cualquier persona –y en particular de los grupos minoritarios– puede mirarse como una lucha por la venganza, pero también como una oportunidad para exigir justicia y reparación de daños. Esto sin perder de vista que dicha justicia es apenas el comienzo, no el fin. El fin último le corresponde a cada uno; cada uno habrá de encontrar cómo trascender el odio, el resentimiento y la tristeza.
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[1] Las traducciones de las citas textuales en este artículo son mías.