«La próxima vez el fuego» de James Baldwin

Una idea recurrente en la ideología neoliberal es que el arte no debe ser político. Para los neoliberales, si una obra muestra abiertamente una perspectiva política o invita a una discusión de este tipo se “ensucia” o se vuelve propaganda. Sin embargo, es difícil encontrar una obra literaria de mérito que no refleje una postura política y ética de manera implícita o, explícita como es el caso de La próxima vez el fuego (1963) de James Baldwin. Pocos autores norteamericanos han logrado una consistencia similar a la de Baldwin: sus novelas, ensayos, cuentos y obras de teatro (entre otros géneros que cultivó) son admirables. El libro que nos ocupa, del cual hay una traducción al español editada por Editorial Sudamericana en Buenos Aires en 1964, es un referente obligado al hablar de las luchas por los derechos humanos de la comunidad afroamericana del siglo veinte y lo que va del veintiuno.

El libro se divide en dos cartas abiertas. En la primera –y más breve– Baldwin se dirige a su sobrino. Se titula “Carta a mi sobrino en el centésimo aniversario de la emancipación”. En ella Baldwin expone los puntos esenciales que todo joven afroamericano debe conocer para tomar acciones concretas sobre una situación que parece irremediable. No se trata tanto de una denuncia del racismo (que va implícita en todo texto de James Baldwin) como de un llamado a la juventud a no dejarse someter por una serie de fuerzas que les han hecho creer que la violencia, la miseria y la humillación son su destino. La segunda parte que simplemente se titula “Carta desde una cierta región de mi mente”, no tiene un destinatario específico. Sin embargo, está dirigida a cualquier persona interesada en una explicación histórica del contexto de los afroamericanos en el momento de la publicación del libro y, por extensión lamentable, en el presente. El autor no se limita a una exposición más de los horrores del racismo, aunque la mención de la violencia que lo conforma es inevitable, Baldwin ofrece puntos de vista deslumbrantes sobre el asunto. Analiza cómo a pesar de la crueldad, de la aberración que es el concepto mismo de negritud –pues Baldwin demuestra que el apelativo “negro” es una invención de los colonizadores– los blancos solo proyectan en los afroamericanos sus propios traumas y temores y por ello son dignos de compasión. Odiarlos como a un grupo es natural desde quienes han vivido sometidos y vejados por ellos, los blancos, los poderosos, pero la solución, dice Baldwin, no es crear una nación dentro de otra. Esto lo dice a propósito del islam, que durante los años sesenta tuvo muchos adeptos afroamericanos en Estados Unidos y que, según el autor, buscaban la venganza más que nada y la supremacía de la comunidad afroamericana. Dice Baldwin:

A los afroamericanos de este país –y los afroamericanos no existen, estricta o legalmente hablando, en ningún otro– se les enseña realmente a despreciarse a sí mismos desde el momento en que abren los ojos al mundo. Este mundo es blanco y ellos son afroamericanos. Los blancos tienen el poder, lo que significa que son superiores a los afroamericanos (intrínsecamente, esto es: Dios lo decretó así), y el mundo tiene innumerables maneras de hacerte saber esta diferencia, de sentirla y temerla. Mucho antes de que el niño afroamericano perciba esta diferencia, y aún antes de que la entienda, ha empezado a reaccionar a ella, ha empezado a ser controlado por ella. Cada esfuerzo que hacen los padres para preparar a ese niño para un destino del que no pueden protegerlo, hace que ese niño secretamente, aterrorizado, empiece a esperar, sin saber que lo está haciendo, su misterioso e inexorable castigo. Debe ser “bueno” no solo para complacer a sus padres y no solo para evitar ser castigado por ellos; detrás de su autoridad se encuentra otro ser, sin nombre e impersonal, infinitamente más difícil de complacer y de una crueldad sin fondo. Y esto se filtra en la conciencia del niño a través del tono de voz de sus padres cuando lo exhortan, lo castigan o lo aman; en el tono de voz repentino e incontrolable por el miedo que se escucha en la voz de su madre o su padre cuando se ha desviado de algún límite particular. No sabe cuál es ese límite y no puede obtener ninguna explicación, lo cual es bastante aterrador, pero el miedo que oye en las voces de sus mayores es aún más aterrador. El miedo que escuché en la voz de mi padre, por ejemplo, cuando se dio cuenta de que realmente yo creía que podía hacer cualquier cosa que un chico blanco pudiera hacer, y que tenía toda la intención de probarlo, no era para nada como el miedo que escuché cuando uno de nosotros estaba enfermo o se había caído por las escaleras o se había alejado demasiado de la casa. Era otro temor, un temor que el niño, al desafiar las suposiciones del mundo blanco, se ponía a sí mismo en el camino de la destrucción. Un niño no puede, gracias a Dios, saber cuán vasta y despiadada es la naturaleza del poder, con qué increíble crueldad se trata la gente. Reacciona al miedo en las voces de sus padres porque sus padres le sostienen el mundo y no tiene protección sin ellos. Me defendí, como imaginaba, del miedo que mi padre me hizo sentir al recordar que era muy anticuado. Además, me enorgullecía del hecho de que ya sabía cómo burlarlo. Defenderse de un miedo es simplemente asegurarse de que un día será conquistado por él; los miedos deben ser enfrentados. En cuanto al ingenio, no es cierto que uno pueda vivir de acuerdo a él… no, es decir, si uno desea vivir realmente. Ese verano, en todo caso, todos los miedos con los que había crecido, y que ahora eran parte de mí y controlaban mi visión del mundo, se alzaron como un muro entre el mundo y yo, y me llevaron a la iglesia[1].

En efecto, Baldwin escapó del mundo de la drogadicción y de la prostitución gracias a que encontró un refugio en la iglesia católica. Se hizo seminarista y no fue sino hasta que descubrió que dentro de la propia Iglesia, aquello que lo atemorizaba y lo hacía más vulnerable ante las amenazas de la violencia causada por el racismo, se replicaban del mismo modo que afuera de ella, porque a final de cuentas el tema tenía que ver tanto con la lucha de clases como con las diferencias del color de piel. Dice Baldwin:

Entonces, ¿el Cielo iba a ser simplemente otro gueto? Quizás podría haber sido capaz de reconciliarme incluso con esto si hubiera sido capaz de creer que había alguna bondad amorosa en el refugio que representaba. Pero había estado en el púlpito demasiado tiempo y había visto demasiadas cosas monstruosas. No me refiero solo al hecho evidente de que el ministro finalmente adquiere casas y Cadillacs mientras los fieles continúan trapeando los pisos y dejan caer su dinero en la charola del diezmo. Realmente quiero decir que no había amor en la Iglesia. Era una máscara para el odio, el odio a sí mismo y la desesperación. El poder transfigurador del Espíritu Santo terminaba cuando el servicio terminaba, y la salvación se detenía en la puerta de la iglesia. Cuando nos dijeron que amáramos a todos, pensé que eso significaba a todos. Pero no. Solo se aplicaba a los que creían como nosotros, y no se aplicaba a los blancos en absoluto. Un ministro me dijo, por ejemplo, que nunca debería, en ningún transporte público, bajo ninguna circunstancia, levantarme y cederle mi asiento a una mujer blanca. Los hombres blancos nunca les habían cedido el asiento a las mujeres negras. Bueno, eso era bastante cierto, en general… entendí lo que quería decir. Pero ¿cuál era el punto, el propósito de mi salvación si no me permitía comportarme con amor hacia los demás, sin importar cómo se comportaran conmigo? Lo que los demás hacían era su responsabilidad, por la que responderían cuando sonara la trompeta del juicio final. Pero lo que yo hacía era mi responsabilidad, y también tendría que responder, a menos que, por supuesto, hubiera también en el Cielo una dispensa especial para el afroamericano ignorante, que no debía ser juzgado de la misma manera que los otros seres humanos, o los ángeles. Probablemente se me ocurrió en esta época que la visión que la gente tiene del mundo venidero no es más que un reflejo, con previsibles distorsiones de deseo, del mundo en el que viven. Y esto no se aplicaba solo a los afroamericanos, que no eran más “simples” o “espontáneos” o “cristianos” que cualquier otro; que eran simplemente más oprimidos. De la misma manera que nosotros, para los blancos, éramos los descendientes de Ham, y fuimos maldecidos para siempre, los blancos eran, para nosotros, los descendientes de Caín. Y la pasión con la que amamos al Señor era una medida de lo profundamente que temíamos y desconfiábamos y, al final, odiábamos siempre a casi todos los extraños y nos evitábamos y despreciábamos a nosotros mismos.

Hacia el final del libro, Baldwin nos presenta una visión poco escuchada en la actualidad sobre cómo podemos mirar una historia de opresión para que no se quede solo en eso. Sin la intención de volver romántico el sufrimiento, pues sería una ofensa para millones de personas en el mundo, Baldwin se atreve a mirar más allá del dolor y de la rabia; se atreve a invitarnos a ir más allá de eso, no para sustituir la lucha y la denuncia por ideales tan frágiles como la nobleza, sino para asumir nuestra verdadera condición y transformarla de fondo.

Este pasado, el pasado del afroamericano, de soga, fuego, tortura, castración, infanticidio, violación; muerte y humillaciones; miedo de día y de noche, un miedo tan profundo como la médula del hueso; duda de que fuera digno de la vida, ya que todos los que le rodeaban se la negaban; él sentía pena por sus mujeres, por sus padres y familiares, por sus hijos, que necesitaban de su protección y a los que no podía proteger; rabia, odio y asesinato, un odio tan profundo hacia los hombres blancos que a menudo se volvía contra él y los suyos, y hacía imposible todo amor, toda confianza, toda alegría. Este pasado, esta lucha interminable para lograr y revelar y confirmar una identidad humana, la autoridad humana contiene, sin embargo, a pesar de todo su horror, algo muy hermoso. No quiero ser sentimental con respecto al sufrimiento –una dosis suficiente de sufrimiento es tan buena, sin duda, como un festín– pero la gente que no puede sufrir nunca puede crecer, nunca puede descubrir quién es. El hombre que se ve obligado cada día a arrebatar su hombría, su identidad, del fuego de la crueldad humana que se ensaña en destruirla sabe, si sobrevive a su esfuerzo, e incluso si no sobrevive, algo sobre sí mismo y la vida humana que ninguna escuela de la tierra –y, de hecho, ninguna iglesia– puede enseñar. Alcanza su propia autoridad y eso es inquebrantable. Esto es porque para salvar su vida se ve obligado a mirar por debajo de las apariencias, a no dar nada por sentado, a escuchar el significado de las palabras. Si uno está continuamente sobreviviendo a lo peor que la vida puede traer, uno deja, al cabo de un tiempo, de estar controlado por el miedo a lo que la vida puede traer; lo que sea que traiga debe soportarse. Y en este nivel de experiencia la amargura de uno comienza a ser aceptable, y el odio se convierte en un costal demasiado pesado para cargarlo. La aprehensión de la vida aquí tan breve e inadecuadamente esbozada ha sido la experiencia de generaciones de afroamericanos y ayuda a explicar cómo han soportado y cómo han sido capaces de producir niños en edad de jardín de infantes que pueden caminar a través de las multitudes para llegar a la escuela. Requiere gran fuerza y gran astucia continuamente para asaltar la poderosa e indiferente fortaleza de la supremacía blanca, como los afroamericanos en este país han hecho durante tanto tiempo. Requiere una gran resistencia espiritual para no odiar al que odia con el pie en el cuello, y un milagro aún mayor de percepción y caridad para no enseñar a tu hijo a odiar. Los niños y niñas afroamericanos que se enfrentan a las turbas hoy en día provienen de una larga línea de aristócratas inverosímiles –los únicos aristócratas genuinos que este país ha producido. Digo “este país” porque su marco de referencia era totalmente estadounidense. Estaban tallando en la montaña de la supremacía blanca la piedra de su individualidad. Tengo un gran respeto por ese ejército olvidado de hombres y mujeres afroamericanos que caminaban por los callejones y entraban por las puertas traseras, diciendo “Sí, señor” y “No, señora” para adquirir un nuevo techo para la escuela, nuevos libros, un nuevo material de química para los niños, más camas para los dormitorios, más dormitorios. No les gustaba decir “Sí, señor” y “No, señora”, pero el país no tenía prisa por educar a los afroamericanos, estos hombres y mujeres sabían que el trabajo tenía que hacerse, y metían su orgullo en los bolsillos para hacerlo. Es muy difícil creer que fueran inferiores a los hombres y mujeres blancos que les abrían las puertas traseras de sus casas. Es muy difícil creer que esos hombres y mujeres, criando a sus hijos, comiendo sus verduras, exclamando sus maldiciones, llorando sus lágrimas, cantando sus canciones, haciendo el amor, al salir y al ponerse el sol, fueran de alguna manera inferiores a los hombres y mujeres blancos que se acercaban sigilosamente a compartir esos esplendores después de que el sol se ponía. Pero hay que evitar el error europeo; no hay que suponer que, por el hecho de que la situación, los modos, las percepciones de los afroamericanos difirieran tan radicalmente de las de los blancos, fueran racialmente superiores. Estoy orgulloso de estas personas no por su color de piel, sino por su inteligencia, su fuerza espiritual y su belleza. El país debería estar orgulloso de ellos también, pero, por desgracia, no hay mucha gente en este país que sepa de su existencia. Y la razón de esta ignorancia es que el conocimiento del papel que estas personas jugaron y juegan en la vida de Estados Unidos revelaría a los estadounidenses más de lo que ellos desean saber.

El miedo a la autocrítica es, en el fondo, el miedo a la verdad, a mirarnos como realmente somos. Sin embargo, ¿cómo podríamos comenzar a resolver nuestros problemas fundamentales, aquellos que calan más hondo y a los que calificamos de inexplicables, si no nos miramos como realmente somos ahora? Las respuestas más fáciles a la opresión son el odio, el resentimiento y más violencia. Nada más natural. Con todo, James Baldwin –desde el centro de un grupo social que tal vez ha experimentado como ningún otro la violencia, la crueldad y la opresión– nos invita a exigir justicia para trascender el odio y no a actuar desde ese mismo odio porque hemos visto que no resuelve nada y que no tiene futuro. La exigencia del cumplimiento de los derechos humanos de cualquier persona –y en particular de los grupos minoritarios– puede mirarse como una lucha por la venganza, pero también como una oportunidad para exigir justicia y reparación de daños. Esto sin perder de vista que dicha justicia es apenas el comienzo, no el fin. El fin último le corresponde a cada uno; cada uno habrá de encontrar cómo trascender el odio, el resentimiento y la tristeza.

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[1] Las traducciones de las citas textuales en este artículo son mías.

Traductoras y asimetrías

Les comparto el artículo que escribí: «Traductoras y asimetrías. Las traducciones de «Luvina» de Juan Rulfo al alemán» publicado en la revista indexada Mutatis Mutandis en verano de 2020.

Aquí pueden descargar el pdf del artículo:

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«Podemos salvar el mundo antes de cenar» de Jonathan Safran Foer

El libro que nos ocupa ahora se llama en inglés We are the Weather (Somos el clima) pero la editorial Seix Barral optó por titularlo Podemos salvar el mundo antes de cenar, y fue traducido al español por Lorenzo Luengo Regalado. Se trata de un ensayo dividido en varios capítulos breves. Esta extensión, deliberada o no de parte de Jonathan Safran Foer, el autor, es uno de los grandes aciertos del libro. El tema central, del que hablaremos un poco más adelante aunque su importancia y pertinencia sean enormes, aún requiere de rodeos para ser atajado y expuesto. Y es que no es fácil hablar de ello sin encender todo tipo de reacciones viscerales instantáneamente. Algo, sin embargo, hay que adelantar. Es un tema que involucra la subsistencia de los seres humanos. Al menos en este planeta. Dice Safran Foer: “La verdad es que no me importa la crisis planetaria, no a nivel de creencia. Hago esfuerzos para superar mis límites emocionales: Leo los informes, veo los documentales, asisto a las marchas. Pero mis límites no se mueven”. Creo que no es difícil identificarse con estas palabras de Safran Foer. Podemos saber que el cambio climático es una bomba de tiempo que dará fin a la mayor parte de la humanidad, pero no sentirlo realmente. O incluso creer que eso poco que hacemos no implica una diferencia importante. Y es que no es fácil actuar cuando lo que está en juego es hacer un cambio radical. Como él mismo reconoce, “cuando se necesita un cambio radical, muchos argumentan que es imposible que las acciones individuales lo lleven a cabo, por lo que es inútil que alguien lo intente. Esto es exactamente lo contrario de la verdad: la impotencia de la acción individual es una razón para que todos lo intenten”. Precisamente porque la urgencia es planetaria, el cambio requiere de la participación de todos. Aquí algo más de lo que dice Safran Foer en su libro:

Según un análisis de 2017, el reciclaje y la plantación de árboles se encuentran entre las opciones personales más recomendadas para combatir el cambio climático, pero no son «de alto impacto»: son sentimientos más que acciones. Entre otras acciones que se consideran importantes pero que no son de alto impacto: instalar paneles solares, ahorrar luz, comer localmente, hacer composta, lavar la ropa con agua fría y secarla en la cuerda floja, ser sensible a las cantidades y tipos de embalaje, comprar alimentos orgánicos, sustituir un coche convencional por uno híbrido.

Y es que la intención del autor de Podemos salvar el mundo antes de la cena no es minimizar estos esfuerzos que cada vez más personas realizan por contribuir a mitigar los efectos del cambio climático. Se trata de mostrarnos la magnitud del problema en primer lugar, para después atajar la única solución que tenemos a la mano y después reconocer las enormes dificultades que tendremos para llevarlas a cabo.

El objetivo del acuerdo de París [continúa Safran Foer] de mantener el calentamiento global por debajo de los 2 grados centígrados, considerado un objetivo ambicioso, es apenas el borde exterior del cataclismo. Incluso si somos capaces de lograrlo milagrosamente, los modelos estadísticos recientes sitúan la probabilidad en un 5%, estaremos viviendo en un mundo mucho menos hospitalario que el que conocemos, y muchos de los cambios que se pongan en marcha serán, en el mejor de los casos, irreversibles y, en el peor, auto-amplificados. Si desafiamos las grandes probabilidades y limitamos el calentamiento global a 2 grados: – El nivel del mar subirá 49 cm. inundando las costas de todo el mundo. Dhaka (población de 18 millones), Karachi (15 millones), Nueva York (8,5 millones) y docenas de otras metrópolis serán de facto inhabitables; se prevé que 143 millones de personas se conviertan en migrantes climáticos. – Se estima que los conflictos armados aumentarán en un 40 por ciento debido al cambio climático. – Groenlandia se derretirá. – Entre el 20 y el 40 por ciento del Amazonas será destruido. […] La mortalidad humana aumentará drásticamente debido a las olas de calor, las inundaciones y las sequías. Habrá un aumento desenfrenado del asma y otras enfermedades respiratorias. El número de personas en riesgo de contraer malaria aumentará en varios cientos de millones. – Cuatrocientos millones de personas sufrirán de escasez de agua. – Los océanos más cálidos dañarán irreparablemente el 99 por ciento de los arrecifes de coral, alterando los ecosistemas para nueve millones de especies. – La mitad de todas las especies animales se enfrentarán a la extinción. – Un total del 60 por ciento de todas las especies de plantas se enfrentará a la extinción. – El rendimiento del trigo se reducirá en un 12 por ciento, el del arroz en un 6,4 por ciento, el del maíz en un 17,8 por ciento y el de la soya en un 6,2 por ciento. – Se estima que el PIB mundial per cápita disminuirá en un 13 por ciento. Estas son algunas estadísticas preocupantes, cuyo impacto emocional es poco probable que sobreviva hasta el final de esta frase. Es decir, el horrible futuro que describen será reconocido por la mayoría de los lectores de este libro y creído por pocos. Comparto estas cifras con la esperanza de que ustedes las crean. Pero yo no las creo.

Y es que tener información no significa aceptarla ni mucho menos asimilarla. Saber todo lo anterior no conduce necesariamente a querer remediarlo. De hecho, entre los muchos intelectuales que tocan estos temas es perceptible la falta de compromiso y de empatía con lo que todo esto representa. Están más prontos al arrebato o a la negación que a la necesidad de escuchar y actuar de manera urgente para salvar –ya no nuestra forma de vida actual– sino alguna forma de vida en que los seres humanos no se extingan.

Este es un libro [dice Safran Foer revelando el misterio de su tema central] sobre los impactos de la agricultura animal en el medio ambiente. Sin embargo, [continúa el novelista] me las he arreglado para ocultar que de esto se trata durante las sesenta y tres páginas anteriores. Me he alejado del tema por […] miedo a que sea una batalla perdida de antemano […] Las conversaciones sobre carne, lácteos y huevo hacen que la gente se ponga a la defensiva. Hacen que la gente se moleste. Nadie que no sea vegano está ansioso por hablar de eso, y la pasión con que los veganos hablan de esto puede ser contraproducente. Pero no tenemos ninguna esperanza de abordar el cambio climático si no podemos hablar honestamente sobre lo que lo está causando, así como nuestro potencial, y nuestros límites, para cambiar […] No podemos salvar el planeta a menos que reduzcamos significativamente nuestro consumo de productos animales.

Y añade Safran Foer:

Este libro es un argumento para un acto colectivo para comer de forma distinta, específicamente, para no comer productos animales antes de la cena. Es un argumento difícil de hacer, tanto porque el tema es muy tenso como por el sacrificio que implica. A la mayoría de la gente le gusta el olor y el sabor de la carne, los lácteos y el huevo. La mayoría de la gente valora el papel que los productos animales juegan en sus vidas y no están preparados para adoptar nuevas identidades alimenticias. La mayoría de la gente ha comido productos animales en casi todas las comidas desde que eran niños, y es difícil cambiar los hábitos de toda la vida, incluso cuando no están cargados de placer e identidad.

Una vez expuesto el tema central, el resto del libro es una suerte de montaña rusa. Safran Foer combina datos duros que no solo sustentan sino subrayan los argumentos de este autor norteamericano con momentos de auténtica reflexión personal escrita en una prosa clara y nunca condescendiente. ¿Qué significa para este autor ser contradictorio o sordo ante aquello que él mismo difunde? ¿Qué piensa que va a lograr con escribir un libro sobre este tema? ¿Cuánto de narcisismo habita en alguien que piensa que se puede provocar un cambio tan importante con la difusión de algunas palabras escritas o pronunciadas? Estas preguntas son respondidas a lo largo de este libro en donde el autor no sale ileso de su propio escrutinio. Hay un capítulo en que “dialoga” con su propia alma y otro en que confiesa haber comido hamburguesas de vez en cuando mientras estaba de gira de su libro anterior, un libro acerca del porqué debemos dejar de comer productos de origen animal.

Safran Foer mantiene un contrapunto en su discurso y nos habla también de lo que nuestros hábitos para comer representan a nivel global. Nos pide, por ejemplo, que analicemos el caso de Bangladesh,

el país que se considera más vulnerable al cambio climático [dice el autor]. Se estima que seis millones de bangladesíes ya han sido desplazados por desastres ambientales como ciclones tropicales, sequías e inundaciones, y se prevé que millones más se vean desplazados en los próximos años. Las subidas previstas del nivel del mar podrían inundar alrededor de un tercio del país, desarraigando entre 25 y 30 millones de personas. Sería fácil escuchar esa cifra y no sentirla. Cada año, el Informe sobre la Felicidad en el Mundo clasifica a los cincuenta países más felices del mundo en función de cómo los encuestados califican sus vidas, desde «la mejor vida posible» hasta «la peor vida posible». En 2018, clasificó a Finlandia, Noruega y Dinamarca como los tres países más felices del mundo. […] La población combinada de Finlandia, Noruega y Dinamarca es aproximadamente la mitad de la cantidad de refugiados climáticos de Bangladesh que se espera. Pero esos treinta millones de bangladesíes que están amenazados con las peores vidas posibles no son un tema popular en la radio. Bangladesh tiene una de las huellas de carbono más pequeñas del mundo, lo que significa que es el menos responsable de los daños que más lo afligen. El bangladesí promedio es responsable de 0,29 toneladas métricas de emisiones de dióxido de carbono por año, mientras que el finlandés promedio es responsable de unas 38 veces eso: 11,15 toneladas métricas. Bangladesh también es uno de los países más vegetarianos del mundo, donde la persona promedio consume alrededor de 4 kilos de carne por año. En 2018, el ciudadano finlandés promedio consumió felizmente esa cantidad cada dieciocho días, y eso sin contar el consumo de mariscos. Millones de bangladesíes están pagando por un estilo de vida de recursos que ellos mismos nunca han disfrutado. Imagine que nunca ha tocado un cigarro en su vida, pero se ha visto obligado a absorber los gastos de salud de un fumador empedernido al otro lado del planeta. Imagine que el fumador se mantuviera sano y en la cima de la tabla de felicidad -fumando más cigarrillos cada año que pasa, satisfaciendo su adicción- mientras usted sufre de cáncer de pulmón. En todo el mundo, más de 800 millones de personas están subalimentadas y casi 650 millones son obesas. Más de 150 millones de niños menores de cinco años tienen un retraso en el crecimiento físico debido a la desnutrición. Esa es otra cifra que exige que nos detengamos un momento para pensar. Imagine que todos los que viven en el Reino Unido y Francia tuvieran menos de cinco años y no tuvieran suficiente comida para crecer adecuadamente. Esa es la cantidad. Tres millones de niños menores de cinco años mueren de desnutrición cada año. Un millón y medio de niños murieron en el Holocausto.

Estos son algunos de los datos del libro Salvemos el planeta antes de la cena de Jonathan Safran Foer. Por supuesto es muy probable que esta información no sea nueva para varios de ustedes. Tal vez en un artículo, en otro libro, en algún documental reciente hemos escuchado estas y otras cifras espeluznantes. Sin embargo, uno de los varios méritos de Safran Foer es reconocer que las cifras solo serán espeluznantes cuando nosotros las asimilemos. Cosa nada sencilla, pues nuestro primer impulso es la negación, el desdén o ambas cosas.

Las poblaciones humanas han llevado a otras poblaciones humanas al borde de la extinción en numerosas ocasiones a lo largo de la historia. Ahora la especie entera se amenaza a sí misma con un suicidio masivo. No porque nadie nos obligue a hacerlo. No porque no lo sepamos. Y no porque no tengamos alternativas. Nos estamos matando porque elegir la muerte es más conveniente que elegir la vida. Porque la gente que se suicida no es la primera en morir por ello. Porque creemos que algún día, en algún lugar, algún genio está destinado a inventar una tecnología milagrosa que cambiará nuestro mundo para que no tengamos que cambiar nuestras vidas. Porque el placer a corto plazo es más seductor que la supervivencia a largo plazo. Porque nadie quiere ejercer su capacidad de comportamiento intencional hasta que alguien más lo haga. Hasta que el vecino lo haga. Hasta que las compañías de energía y de automóviles lo hagan. Hasta que el gobierno federal lo haga. Hasta que China, Australia, India, Brasil, el Reino Unido, hasta que el mundo entero lo haga. Porque no nos damos cuenta de la muerte que causamos cada día. «Tenemos que hacer algo», nos decimos unos a otros, como si recitar la línea fuera suficiente. «Tenemos que hacer algo», nos decimos a nosotros mismos, y luego esperamos instrucciones que no están en camino. Sabemos que estamos eligiendo nuestro propio fin, pero simplemente no podemos creerlo.

Solo me resta invitarlos a leer este libro, Podemos salvar el planeta antes de la cena, a conocer más de una anécdota interesante sobre cómo nos hemos contado la Historia de la humanidad para tratar de no asumir nuestra responsabilidad en ella. Pero también a leer y a participar de una comunidad cada vez mayor de personas dispuestas a actuar ahora, a tomar partido en un momento de urgencia como el que habitamos.

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«¿Quién domina el mundo?» de Noam Chomsky

La recomendación de esta semana es ¿Quién domina el mundo? de Noam Chomsky. Fue publicado en español en 2017 por Ediciones B en la traducción de Javier Guerrero.

A lo largo de este libro, Chomsky analiza y hace una fuerte crítica hacia el gobierno de los Estados Unidos desde diferentes ángulos. Sus intervenciones en Latinoamérica y Medio Oriente están bien documentadas, así como las consecuencias desastrosas que la injerencia norteamericana ha tenido en varias partes del mundo. También hace un ejercicio de crítica hacia el interior del periodismo y de la propagación de la información en ese país. Chomsky analiza el papel moral de los llamados intelectuales, de algunos medios de comunicación prestigiosos como el New York Times, expone no solo las motivaciones reales sino el costo humano y económico de guerras como la de Irak, y muestra la urgencia de actuar frente al cambio climático, entre varios otros asuntos que competen directamente al mundo entero y que él analiza bajo el tamiz intervencionista de Estados Unidos.

No son pocos los capítulos en donde Chomsky explora las relaciones que han establecido el Estado de Israel y Estados Unidos, por ejemplo, para hablar de la invasión de Israel a Palestina y mostrar cómo ha sido Israel quien una y otra vez se ha negado a la paz. Por cierto, si no han visto el documental Los diarios de Oslo, vale la pena que lo hagan porque confirma lo expuesto por Chomsky en este libro. Los acuerdos de Oslo, una serie de tratados que a fines de los años noventa se buscaba que se firmaran entre líderes de Israel y Palestina a escondidas de sus respectivos pueblos fueron saboteados por los israelitas y resultaron un fiasco. Dice Chomsky al respecto:

Así pues, Oslo II anuló la decisión de casi todo el mundo, y todas las autoridades legales relevantes, de que Israel no tiene derechos sobre los territorios ocupados en 1967 y que los asentamientos son ilegales. […] Oslo II implantó con mayor firmeza el logro fundamental de Oslo I: todas las resoluciones de Naciones Unidas sobre los derechos palestinos fueron derogadas, incluidas las relativas a la legalidad de los asentamientos, el estatus de Jerusalén y el derecho al retorno. Eso borró de un plumazo casi todo el historial de la diplomacia de Oriente Próximo, salvo la versión puesta en marcha en el «proceso de paz» dirigido unilateralmente por Estados Unidos. Los hechos fundamentales no solo se extirparon de la historia, al menos en las crónicas estadounidenses, sino que también se eliminaron de manera oficial.

Así han continuado las cosas hasta el día de hoy.

Como se señaló, era comprensible que Arafat saltara ante la oportunidad de debilitar la dirección palestina interna para intentar reafirmar su poder menguante en los territorios. Pero ¿qué creían exactamente que estaban logrando los negociadores noruegos? El único estudio serio de la cuestión del que tengo conocimiento es la obra de Hilde Henriksen Waage, que había sido comisionada por el Ministerio de Asuntos Exteriores de Noruega para investigar el tema y a la que se le concedió acceso a archivos internos, solo para que hiciera el destacable hallazgo de que falta el registro del período crucial.

Waage observa que los Acuerdos de Oslo fueron ciertamente un punto de inflexión en la historia del conflicto Israel-Palestina, al tiempo que se establecía Oslo como «capital de la paz» mundial. «Se esperaba del proceso de Oslo que llevara paz a Oriente Próximo —escribe Waage—, pero para los palestinos, resultó en la parcelación de Cisjordania, la duplicación de colonos israelíes, la construcción de un paralizante muro de separación, un régimen de clausura draconiano y una separación sin precedentes entre la Franja de Gaza y Cisjordania».

Waage concluye de manera plausible que «el proceso de Oslo podría servir como ejemplo perfecto de los errores en el modelo de la mediación de un pequeño Estado como tercera parte en conflictos sumamente asimétricos» y, como expresa con crudeza, «el proceso de Oslo se desarrolló en terreno de Israel y Noruega actuó como su útil chico de los recados». Y continúa: «Los noruegos creían que por medio del diálogo y un gradual aumento de confianza se crearía una dinámica de paz irreversible que podría acercar el proceso hacia la solución. El problema con todo este enfoque es que la cuestión no es de confianza, sino de poder. El proceso de facilitación enmascara esa realidad. En el fondo, los resultados que pueden lograrse mediante la intermediación de una tercera parte débil no son más que lo que la parte fuerte permitirá […]. La cuestión que se plantea es si un modelo así puede ser adecuado».

Una buena pregunta, que merece plantearse, sobre todo cuando la opinión occidental bien formada adopta ahora la hipótesis ridícula de que es posible entablar negociaciones serías entre Israel y Palestina bajo los auspicios de Estados Unidos como «intermediario imparcial», cuando, en realidad, es desde hace cuarenta años socio de Israel en el bloqueo de un acuerdo diplomático que cuenta con un apoyo casi universal.

En otro capítulo, Chomsky aborda el tema del significado del 11 de septiembre. Si bien para la mayoría esta fecha está solo vinculada al ataque en contra de las Torres Gemelas de Nueva York, hay un 11 de septiembre previo del que pocos hablan ahora. Aquí está una parte de lo que Chomsky menciona en este libro:

EL SIGNIFICADO DEL 11-S

Si la responsabilidad de los intelectuales se refiere a su responsabilidad moral como seres humanos que pueden usar su privilegio y su estatus para defender las causas de la libertad, la justicia, la misericordia y la paz, y para denunciar no solo los abusos de nuestros enemigos, sino, de manera mucho más significativa, los crímenes en los cuales estamos implicados y que podemos mitigar o terminar si así lo decidimos, ¿cómo deberíamos pensar el 11-S?

La idea de que el 11-S «cambió el mundo» está ampliamente aceptada, lo cual es comprensible. Sin duda, los hechos de aquel día tuvieron consecuencias enormes a escala nacional e internacional. Una fue que llevó al presidente Bush a redeclarar la guerra de Reagan contra el terrorismo; la primera ha «desaparecido», por usar la expresión de nuestros asesinos y torturadores favoritos de Latinoamérica, presumiblemente porque sus resultados no encajan bien con nuestra imagen preferida. Otra consecuencia fue la invasión de Afganistán, luego, de Irak y, más recientemente, las intervenciones militares en otros países de la región, así como las amenazas regulares de un ataque sobre Irán («todas las opciones están abiertas», es la frase estándar). Los costes, en todas las dimensiones, han sido enormes. Eso sugiere una pregunta bastante obvia, que no se plantea aquí por primera vez: ¿había una alternativa?

Diversos analistas han observado que Bin Laden obtuvo éxitos fundamentales en su guerra contra Estados Unidos. «Afirmó repetidamente que la única forma de echar a Estados Unidos del mundo islámico y de derrotar a sus sátrapas era llevar a los estadounidenses a una serie de pequeñas pero caras guerras, lo que, al final, los llevarían a la bancarrota», escribe el periodista Eric Margolis. «Estados Unidos, primero durante el mandato de George W. Bush y luego durante el de Barack Obama, corrió a la trampa de Bin Laden […]. Gastos militares grotescamente exagerados y adicción a la deuda […] puede que sean el legado más pernicioso del hombre que pensó que podría derrotar a Estados Unidos». Un informe del Proyecto Costes de la Guerra del Instituto de Asuntos Internacionales y Públicos Watson, en la Universidad de Brown, calcula que la factura final será de entre 3,2 y 4 billones de dólares. Un éxito impresionante de Bin Laden.

Que Washington se precipitaría hacia la trampa de Bin Laden fue evidente enseguida. Michael Scheuer, analista de la CIA responsable de seguirle la pista de 1996 a 1999, escribió: «Bin Laden ha sido preciso al contarle a Estados Unidos las razones por las que está en guerra con nosotros. El dirigente de al-Qaeda —continuaba Scheuer— pretendía alterar drásticamente las políticas de Estados Unidos y Occidente hacia el mundo islámico». Luego explica que Bin Laden tuvo éxito en gran medida: «Las fuerzas y políticas de Estados Unidos están dando lugar a la radicalización del mundo islámico, algo que Osama bin Laden ha estado tratando de hacer con sustancial pero incompleto éxito desde principios de la década de 1990. Como resultado, creo que es justo concluir que Estados Unidos sigue siendo el único aliado indispensable de Bin Laden». Cabe argumentar que sigue siéndolo después de su muerte.

Hay una buena razón para creer que podría haberse dividido y socavado el movimiento yihadista después de los atentados del 11-S, que fue duramente criticado dentro del movimiento. Además, ese «crimen contra la humanidad», como fue justamente llamado, podría haberse abordado como un crimen, con una operación internacional para detener a los sospechosos probables. Eso se reconoció poco después del atentado, pero tal idea ni siquiera fue tenida en cuenta por quienes toman las decisiones en Washington. Parece que no se pensó ni un momento en la incierta oferta de los talibanes —cuya seriedad no podemos establecer— de llevar a los líderes de al-Qaeda a juicio.

En su momento, cité la conclusión de Robert Fisk de que el crimen horrendo del 11-S se cometió con «maldad y formidable crueldad», un juicio preciso. Los crímenes podrían haber sido todavía peores: supongamos que el vuelo 93 de United Airlines, derribado por valientes pasajeros en Pensilvania, hubiera impactado en la Casa Blanca y que el presidente hubiera muerto. Supongamos que los autores del crimen planearan imponer una dictadura militar que matara a miles de personas y torturara a cientos de miles más. Supongamos que la nueva dictadura estableciera, con el apoyo de los criminales, un centro internacional de terror que ayudara a instaurar Estados de tortura y terror similares en otros lugares, y, como guinda del pastel, llevara un equipo de economistas —llamémoslos Qandahar Boys— que de inmediato conducirían la economía a una de las peores depresiones de su historia. Eso, claramente, habría sido mucho peor que el 11-S.

Como todos deberíamos saber, eso no es un experimento teórico. Ocurrió. Por supuesto, me estoy refiriendo a lo que en Latinoamérica a menudo se conoce como «el primer 11-S»: el 11 de septiembre de 1973, cuando Estados Unidos tuvo éxito en sus reiterados esfuerzos para derrocar el Gobierno democrático de Salvador Allende en Chile mediante un golpe militar que colocó en el poder al siniestro general Augusto Pinochet. La dictadura colocó allí entonces a los Chicago Boys —economistas preparados en la Universidad de Chicago— para remodelar la economía de Chile. Consideremos la destrucción económica, las torturas y los secuestros, multipliquemos los números de víctimas por veinticinco para tener un equivalente per cápita y veremos que aquel primer 11-S fue mucho más devastador.

Chomsky analiza también decisiones clave de presidentes norteamericanos como Robert Kennedy y Barack Obama, quienes en realidad están lejos de ser los modelos de gobernantes humanistas como muchos suelen identificarlos. De hecho, que alguien como Obama haya ganado el Premio Nobel de la Paz es prácticamente un insulto hacia la mayoría de quienes han sido galardonados con esta deferencia. Y por último, Chomsky muestra el poco optimismo que tiene de que las cosas cambien ahora que es Donald Trump el presidente de Estados Unidos. Después de exponer algunos de los motivos que llevaron a Trump a la presidencia, Chomsky afirma:

Por supuesto, también hubo otros factores en el éxito de Trump. Los estudios demuestran que las doctrinas de la supremacía blanca tienen una influencia extraordinariamente poderosa en la cultura de los Estados Unidos, incluso más que en Sudáfrica, por ejemplo. Y no es ningún secreto que la población blanca americana está disminuyendo. Se prevé que en una o dos décadas los blancos serán una minoría de la fuerza de trabajo, y no mucho más tarde una minoría de la población. La cultura conservadora tradicional también se percibe como atacada, asediada por la «política de identidad», considerada como la provincia de las élites que solo tienen desprecio por los estadounidenses patriotas, trabajadores y practicantes de la iglesia con verdaderos valores familiares, cuyo país está desapareciendo ante sus ojos. La cultura conservadora tradicional, con sus profundos matices religiosos, mantiene un fuerte control sobre gran parte de la sociedad. Vale la pena recordar que antes de la Segunda Guerra Mundial, los Estados Unidos, a pesar de haber sido durante mucho tiempo el país más rico del mundo, no era un actor importante en los asuntos mundiales, y era también una especie de remanso cultural. Alguien que quisiera estudiar física iría a Alemania; un aspirante a escritor o artista iría a París. Eso cambió radicalmente con la Segunda Guerra Mundial, por razones obvias, pero sólo para una parte de la población americana. Gran parte del país siguió siendo culturalmente tradicional, y así ha permanecido hasta hoy. Por mencionar solo un ejemplo (bastante desafortunado), una de las dificultades para despertar la preocupación de los estadounidenses por el calentamiento global es que alrededor del 40 por ciento de la población del país cree que Jesucristo probable o definitivamente regresará a la Tierra para el año 2050, por lo que no ven las muy graves amenazas de desastre climático en las décadas futuras como un problema. Un porcentaje similar cree que nuestro planeta fue creado hace solo unos pocos miles de años. Si la ciencia entra en conflicto con la Biblia, tanto peor para la ciencia. Como ejemplo está el que Trump eligiera para dirigir el Departamento de Educación a la multimillonaria Betsy DeVos, quien es miembro de una denominación protestante que sostiene que «todas las teorías científicas están sujetas a las Escrituras» y que «la humanidad ha sido creada a imagen de Dios; todas las teorías que minimizan este hecho y todas las teorías de la evolución que niegan la actividad creadora de Dios serán rechazadas». Sería difícil encontrar una analogía con este fenómeno en otras sociedades.

Y tiene razón. Es difícil encontrar otra sociedad como la norteamericana y otros críticos norteamericanos como Noam Chomsky. Por fortuna, de este último podemos aprender mucho no solo de aquella sociedad sino de las fuertes tendencias que hay en buena parte del planeta por destruirlo. La voz de Chomsky tal vez resuena hoy, durante la pandemia del Covid 19, con más fuerza que nunca.

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«Querida Ijeawele. Cómo educar en el feminismo» de Chimamanda Ngozi

La escritora nigeriana Chimamanda Ngozi ha construido una carrera literaria sorprendente. En muy pocos años ha escrito más de un libro notable. Y no se ha limitado al mundo de la ficción; también ha explorado el ensayo de manera exitosa. La recomendación de esta semana es su libro Querida Ijeawele. Cómo educar en el feminismo, publicado en 2017 por Random House Mondadori y traducido al español por Cruz Rodríguez. Este ensayo se nos presenta como una carta que incluye una serie de recomendaciones sobre cómo educar a una hija en el feminismo. Como ella misma lo indica en el prólogo, Chimamanda Ngozi le escribió una carta a una amiga que recién había parido a una niña y quería que Chimamanda la aconsejara, pues Ijeawele, su amiga, quería educar a su pequeña dentro de una perspectiva feminista. La autora adaptó esa carta y la convirtió en este hermoso y breve libro.

Dice al respecto la autora:

Para mí, el feminismo siempre es contextual. No tengo una regla fija, lo más cercano que tengo a una fórmula son mis dos «Herramientas feministas» y quiero compartirlas contigo como punto de partida. La primera es una premisa, la sólida creencia inflexible con la que hay que empezar. ¿Cuál es esta premisa? La premisa feminista debería ser: Yo importo. Yo importo por igual. No «si tan solo». No «mientras». Yo importo por igual. Punto y aparte. La segunda herramienta es una pregunta: ¿puedes invertir la X y obtener los mismos resultados? Por ejemplo: mucha gente cree que la respuesta feminista de una mujer a la infidelidad de su marido debería ser irse de la casa. Pero creo que quedarse también puede ser una elección feminista, dependiendo del contexto. Si Chudi se acuesta con otra mujer y tú lo perdonas, ¿sería lo mismo si tú te acostaras con otro hombre? Si la respuesta es sí, entonces tu elección de perdonarlo puede ser una elección feminista porque no está moldeada por una desigualdad de género. Lamentablemente, la realidad en la mayoría de los matrimonios es que la respuesta a esa pregunta a menudo sería no, y la razón estaría basada en las diferencias de género – esa idea absurda de que «los hombres serán hombres», lo que significa tener un estándar mucho más bajo para los hombres.

Después de establecer esta pauta, la autora comienza con algunas recomendaciones para su amiga sobre cómo educar a su hija en el feminismo. Cada capítulo lleva por título alguna recomendación. Aquí una muestra. Leo un fragmento del capítulo titulado “Háganlo juntos”:

¿Recuerdas que en la escuela primaria aprendimos que un verbo era una palabra que indicaba una acción? Bueno, un padre es tanto un verbo como una madre. Chudi debería hacer todo lo que la biología le permite, que es todo menos amamantar. A veces las madres, tan condicionadas a ser todo y hacer todo, son cómplices de disminuir el papel de los padres. Podrías pensar que Chudi no bañará a la niña exactamente como tú quieres, que no le limpiará la cola tan perfectamente como tú. Pero, ¿y eso qué? ¿Qué es lo peor que puede pasar? Ella no morirá a manos de su padre. En serio. Él la ama. Es bueno para ella que su padre la cuide […] Compartan el cuidado de los niños. Lo que significa «Por igual», por supuesto, dependerá de ambos […] No tiene por qué significar un cincuenta y cincuenta por ciento literalmente o llevar una puntuación diaria, pero ambos sabrán cuando el cuidado de los niños se comparte por igual. Lo sabrás porque no tendrás resentimiento. Cuando hay verdadera igualdad, el resentimiento no existe.

Después de aclarar que en su idea de feminismo la inclusión del padre en los cuidados de los hijos es necesaria precisamente para establecer una relación de equidad, la autora continúa con comentarios y más recomendaciones por demás urgentes en nuestro tiempo. Por ejemplo, el tema de los roles de género en los más pequeños. Dice Chimamanda: “Si no ponemos la camisa de fuerza de los roles de género en los niños pequeños, les damos espacio para que alcancen su máximo potencial. Por favor, vean a Chizalum como un individuo. No como una niña que debería ser de cierta manera. Vean sus debilidades y sus fortalezas de manera individual. No la midan en una escala de lo que una niña debería ser. Mídanla en la escala que refleje la mejor versión de ella misma que puede ser”.

Y continúa el texto de esta manera:

Cuidado con el peligro de lo que yo llamo Feminismo Lite. Es la idea de la igualdad femenina condicional. Por favor, rechaza esto por completo. Es una idea hueca, apaciguadora y en bancarrota. Ser feminista es como estar embarazada. O lo estás o no lo estás. O crees en la igualdad total de hombres y mujeres o no. El Feminismo Lite utiliza analogías como «él es la cabeza y tú eres el cuello». O «él está manejando pero tú estás en el asiento del copiloto». Más preocupante es la idea, en este Feminismo Lite, de que los hombres son superiores por naturaleza, pero se espera que «traten bien a las mujeres». No. No. No. Debe haber algo más que la benevolencia masculina como base para el bienestar de una mujer. El Feminismo Lite utiliza en su lenguaje el verbo ‘permitir’. Lo que los hombres permiten.

Conforme avanza la lectura, la necesidad de que ensayos como este sean leídos también por hombres se hace cada vez más clara. Si la autocrítica es vital para el mejoramiento de una persona, cuánto más lo es para reparar el daño que la mitad de la humanidad ha hecho a la otra parte. Este daño es histórico y por ello su reparación tiene que tomar en cuenta aquello que para muchos ha sido visto como normal e incluso como “natural” (digo natural entre comillas). Pues como dice Chimamanda Ngozi: “He aquí una triste verdad: nuestro mundo está lleno de hombres y mujeres a los que no les gustan las mujeres poderosas. Hemos sido tan condicionados a pensar en el poder como algo masculino que una mujer poderosa es una aberración”. Y páginas más adelante, Chimamanda explora la importancia del lenguaje que utilizamos en el día a día (y más en su función de herramienta para la educación de una niña). Dice la autora: “Enséñale a cuestionar el lenguaje. El lenguaje es el depositario de nuestros prejuicios, nuestras creencias, nuestras suposiciones. Pero para enseñarle eso, tendrás que cuestionar tu propio lenguaje”.

Y añade:

Enséñale a tu hija a rechazar la simpatía. Su trabajo no es ser simpática, su trabajo es ser ella misma, una persona honesta y consciente de la humanidad igualitaria de otras personas […] Enseñamos a las niñas a ser agradables, a ser simpáticas, a ser falsas. Y no les enseñamos lo mismo a los niños. Esto es peligroso. Muchos depredadores sexuales se han aprovechado de esto. Muchas chicas se quedan calladas cuando son abusadas porque quieren ser agradables. Muchas chicas pasan demasiado tiempo tratando de ser ‘amables’ con la gente que les hace daño. Muchas chicas piensan en los «sentimientos» de aquellos que les hacen daño. Esta es una consecuencia tremenda de la simpatía […] También enséñenla a ser valiente. Anímenla a decir lo que piensa, a decir lo que realmente piensa, a decir la verdad. Y luego elógienla cuando lo haga. Elógienla especialmente cuando tome una posición que sea difícil o impopular, porque resulta ser una posición honesta. Díganle que la amabilidad importa. Elógienla cuando sea amable con otras personas. Pero enséñenle que su bondad nunca debe ser tomada por sentado. Díganle que ella también merece la bondad de los demás. Enséñale a defender lo que es suyo.

El tema de los estereotipos de la belleza no podía faltar en estas cerca de quince recomendaciones que hace la autora a su amiga. Y así continúa:

Chizalum notará muy pronto qué tipo de belleza valora la mayoría de la gente en el mundo. Lo verá en revistas, películas y programas de televisión. Ella verá que el ser blanca es algo valorado. Notará que la textura del cabello que más valora la gente es el cabello rubio o lacio […] Se encontrará con estos valores, te guste o no. Así que asegúrate de crear alternativas para que ella las vea. Háganle saber que las mujeres blancas y delgadas son hermosas, y que las mujeres no delgadas y no blancas son hermosas. Háganle saber que hay muchos individuos y muchas culturas que no encuentran atractiva esa estrecha definición de belleza que privilegia la blancura.

Como mencioné hace un momento, son varias las recomendaciones incluidas en este libro que hace Chimamanda Ngozi y que nos invitan a reflexionar no solo acerca de la educación que podemos brindarles a nuestros hijos sino –acaso igual de importante– cuál fue la educación que recibimos. ¿Hacia dónde nos ha conducido no solo como individuos sino como sociedad? ¿Cuáles son los reclamos, los preceptos y los postulados de los distintos feminismos? ¿Cómo podemos remediar una cadena de injusticias y no seguir negando lo evidente?: una sociedad que no considera el feminismo como un punto de partida está condenada a la violencia y a la impunidad.

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«Trabajos de mierda» de David Graeber

Esta vez quiero recomendarles el libro Trabajos de mierda del autor David Graeber. Publicado en 2018 por la editorial Ariel y traducido al español por Iván Barbeitos. El título es engañoso. Al leerlo uno piensa, con toda probabilidad, en su propio trabajo. Después en los empleos de algunos conocidos y, al final de un rápido recorrido mental de trabajos que consideramos de mierda, uno se reencuentra con el suyo y no lo ve tan mal. Luego viene otra pregunta: ¿de cuáles trabajos hablará el libro? Y es que el propio Graeber fue el catalizador de un grupo de personas cuyos trabajos tienen algo en común: no sirven para nada. Los trabajos de mierda, en la definición de Graeber son aquellos que podrían desaparecer y nadie los echaría de menos. Más aún: son trabajos absolutamente innecesarios incluso desde la perspectiva de quienes los realizan. Si piensas que con tu trabajo no colaboras al desarrollo de la sociedad, muy probablemente estás en el mismo caso de casi el 40% de las personas de clase media o clase alta de occidente. Es de sorprender que, en efecto, el 37% de los entrevistados por la agencia YouGov en Reino Unido respondieron que sus trabajos no benefician a la sociedad.

Uno de los primeros casos de este tipo de trabajos es el de un alemán que trabaja para el ejército; forma parte de la logística. Si un oficial X va a cambiarse de oficina, a la oficina del fondo del pasillo, por ejemplo, ese oficial debe llenar una solicitud. Una vez que esta ha sido debidamente llena e ingresada, puede proceder con su cambio de oficina. Hasta ahí todo suena como algo burocrático y enfadoso, pero poco más. Lo que hace este trabajo de mierda, en voz de quien lo realiza, es que él es quien se encarga de recibir la solicitud, después debe acudir a las oficinas en cuestión que están a 80 o 100 kilómetros de distancia, remover la computadora y demás neceseres de la oficina A a la oficina B y volver a la propia que está, como ya dije, a varios kilómetros de ahí.

Graeber decidió escribir este libro a partir del éxito rotundo e inesperado de un artículo con el mismo título y que fue publicado en la revista Strike!

En este artículo, Graeber esbozó el problema de los trabajos de mierda de un modo general, pero después de recibir múltiples correos electrónicos, mensajes y llamadas de personas que deseaban compartir sus experiencias en trabajos de este tipo, Graeber decidió analizar con mayor profundidad el asunto. Reflexiona sobre el papel que el trabajo, en términos generales, juega en nuestra vida cotidiana; sus implicaciones morales, por ejemplo. En uno de los mejores momentos del libro, Graeber rastrea de dónde proviene esta asociación del trabajo duro con una ética superior. La respuesta está vinculada, como era de esperarse, a la visión judeocristiana del trabajo como castigo de redención. Tiene su origen en una visión patriarcal de la sociedad, en donde los trabajos se dividen cada vez más en aquellos que se consideran importantes (los que hace el hombre) vs los que ni siquiera se consideran trabajos (i.e. los trabajos típicos que hace la mujer) de acuerdo con esta lógica.

Aquí pueden leer una entrevista en español a David Graeber acerca de este libro.

Graeber también se cuestiona por lo aparentemente extraño que resulta que quienes tienen trabajos donde no hay nada o muy poco qué hacer, y que además son bien remunerados, se sientan tan mal por tenerlos. Las implicaciones psicológicas de tener un trabajo que uno siente que no debería existir son más complejas de lo que pensamos. Que esta situación traiga más depresión que alegría es algo que sorprende hasta a los mismos dueños de dichos trabajos.

Otro ángulo revelador del análisis que hace Graeber es el reflexionar sobre lo extraño que es ser un empleado al que se le paga por tiempo y no por producción o resultados de su trabajo. Es decir, algo que a todos nos parece perfectamente normal: te pago tanto la hora o tanto por jornadas semanales o mensuales de tantas horas es, en realidad, una práctica muy reciente en la historia de la humanidad y está vinculada con la historia de la esclavitud. Hasta hace apenas un siglo o poco más se estableció esta idea de que alguien puede comprar nuestro tiempo y, en consecuencia, que el distraerse o descansar en horas de trabajo implique un robo para el contratista.

Quizás el único reparo que le pongo a este libro es el exceso de ejemplos que utiliza el autor para ilustrar un tipo específico de trabajo de mierda. Creo que con leer el primer ejemplo de cada capítulo es suficiente. Trabajos de mierda es un libro para pensar el sistema laboral que hemos creado y ofrece algunas ventanas hacia cómo podríamos mejorarlo.

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Un diálogo entre J.S. Bach y Mozart

En el número de otoño de 2018 de la revista electrónica Quodlibet me publicaron este ensayo sobre la relación entre la música de J.S. Bach y Mozart.

Sin duda, el primer vínculo entre Johann Sebastian Bach y Mozart fue la amistad entre Johann Christian Bach, hijo de J.S., y Mozart. Sin embargo, a diferencia de su padre, J.C. Bach formaba parte de una generación de músicos que eran también empresarios. Esta generación tenía ya otra sensibilidad hacia la música, habíamos pasado del barroco al periodo clásico. Ese mundo religioso del barroco, cuya música mantenía un ethos constante durante sus obras, que tenía un bajo continuo en lugar de una armonía fluctuante y en la que el contrapunto era un sello característico estaba lejos de la música del joven Johann Christian. La música clásica nos ofrecía una melodía acompañada por una serie de arreglos armónicos con variaciones rítmicas y con matices expresivos ya lejanos a la sacralidad de apenas un par de décadas antes.

Me parece que el primer momento en que podemos hablar de un diálogo musical entre J.S. Bach y W.A. Mozart fue un domingo por la mañana de 1782, en Viena. Wolfgang Amadeus Mozart tenía entonces 26 años de edad. A las diez de la mañana debía llegar a una cita con el Baron van Swieten, quien fuera el representante de la corte de Viena en Berlín y ahora era el director de la Biblioteca Real. Mozart llevaba la partitura de una obra que acababa de componer. Ésta sería la primera de unas cuantas en las que Mozart incluiría el contrapunto como el elemento central, es decir, donde se apreciaría la influencia más directa de la música de J.S. Bach. Entre ellas están el final de la sinfonía 41, Júpiter (K. 551), la fantasía para piano en Re menor (K. 397), algunas obras incompletas como la suite en Do mayor (K. 399) y la sonata para piano y violín en La mayor (K.402) así como las sonatas para piano K. 309 y la K. 475. Pero en ninguna de estas obras podemos apreciar mejor la influencia de J.S. Bach en la música de Mozart como en sus Cuartetos para cuerdas Haydn (así llamados por la dedicatoria que Mozart hiciera a su querido maestro y de los que hablaremos poco más adelante).

Esa mañana, van Swieten había invitado a un grupo selecto de músicos. Formando un semicírculo frente a la chimenea de mármol, los cuatro músicos colocaron sus partituras (Mozart tocaría la viola) y comenzaron la interpretación. Primero Mozart tocó una melodía, luego uno de los violines repitió el mismo tema pero una quinta más arriba. Entonces Mozart tocó el final de la melodía con una nota más alta, una que no correspondía a la tonalidad en la que estaban tocando y que producía una sensación de disonancia con respecto a la nota que para entonces estaba interpretando el segundo violín. En cuanto aparecieron las notas siguientes, esa sensación generó una gran expectativa. Esta disonancia sería una de las características más importantes de los cuartetos Haydn.

Al final del tema del segundo violín, Mozart y el segundo violinista siguieron tocando un pequeño dueto en el que cada uno interpretaba la segunda parte del mismo tema hasta que el primer violinista comenzó a tocar en una octava más alta de donde Mozart había comenzado. Al mismo tiempo, Mozart y el segundo violinista siguieron tocando variaciones de este tema que se entremezclaba con el del primer violín, y antes de que éste terminara de tocar el tema correspondiente, el chelista irrumpió con unas notas muy graves, de gran resonancia, y que distaban mucho de un bajo continuo. Una vez que el chelo tocó la última nota del tema inició el desarrollo de la fuga.

El barón le había pedido a Mozart que transcribiera fugas de tres y cuatro voces del libro Clavecín bien temperado de J.S. Bach. La obra que habían interpretado esa mañana era la transcripción de la Fuga no. 5 en Re mayor, del Libro II. Van Swieten había buscado manuscritos de Händel y de J.S. Bach en Berlín, porque sus obras eran prácticamente desconocidas en Viena. En su opinión, nada mejor para los jóvenes compositores que aprender esta música, transcribirla y familiarizarse con ella para crear un auténtico estilo propio. Sin tradición, no hay originalidad, decía van Swieten.

Mozart pasó varios domingos con el barón y sus músicos invitados entre 1782 y 1783 transcribiendo fugas del Clavecín de Bach. Este encuentro con la máxima obra del contrapunto produjo cambios en la concepción estructural de la música en Mozart. Como ya mencionamos, las obras en donde más se nota esta influencia son los Cuartetos para cuerdas Haydn. Estos cuartetos también son conocidos como “Disonantes” por la técnica de contrapunto involucrada en los mismos que, en efecto, genera algunas disonancias.

Cada domingo a las diez en punto voy a casa del barón van Suiten [sic] en donde sólo se toca música de Händel y Bach. Estoy haciendo una colección de las fugas de Bach, tanto de Sebastian como de Emanuel y Friedman [sic] así como de Händel, aunque no tengo tantas de él. ¿Sabes que el ‘Bach inglés’ ha muerto? ¡Qué gran pérdida para el mundo de la música![1]

Esto fue lo que Wolfgang le escribió a Leopold Mozart, su padre, en una carta fechada el 10 de abril de 1782. En una carta de enero 4 de 1783, le cuenta que sigue asistiendo cada domingo con el barón van Swieten y en otra carta, del 6 de diciembre de 1783, Mozart le pide a su padre que por favor le envíe a Viena algunas fugas de Bach desde Salzburgo.

A petición del barón, Mozart transcribió varios preludios y fugas de Bach. Como afirma David Shavin:

En estos preludios, Mozart se ocupaba del desarrollo potencial de lo que ofrece la fuga de acuerdo con lo que Bach tenía en mente. Mozart, al presentar a los otros músicos su hipótesis de cómo funcionaba la mente de Bach en este tipo de composiciones, creó una herramienta poderosa que habría de ayudarle en su propio desarrollo como compositor y, por extensión, de aquéllos allegados a él[2].

Estas transcripciones no pudieron sino revolucionar las ideas estructurales de composición de Mozart concernientes a los cuartetos de cuerda. La base de esta obra de Bach es el contrapunto, el cual es básicamente la inclusión de dos o más melodías simultáneas en lugar de una melodía y su acompañamiento. Estas melodías deben mantener su carácter autónomo al mismo tiempo que conformar una unidad mayor. Al realizar las transcripciones, Mozart tuvo que separar cada una de las voces, estudiarlas como líneas melódicas en sí mismas, analizar cómo dialogaban entre ellas y observar cómo conformaban dicha unidad. Ahora bien, debido al desarrollo de estas voces, a veces éstas entran en conflicto y crean lo que llamamos disonancias; es decir, intervalos musicales que crean una cierta tensión y exigen que ésta se resuelva. Mientras esperamos esta resolución la música genera en el escucha una sorpresa, una ligera incomodidad hasta encontrar la adecuada resolución de la disonancia.

Los Cuartetos Haydn de Mozart tienen ese nombre no sólo por la dedicatoria sino por el reconocimiento de Mozart a la obra que Haydn compuso en 1781, su Op.33; una serie de cuartetos para cuerdas que partían del estudio de las fugas a cuatro voces de Bach. Al principio de cada cuarteto hay un tema que fungirá como propuesta a desarrollarse a lo largo de la obra y cada instrumento llevará su propia manera de desarrollar esa idea. La respuesta de Mozart a esta obra fueron los seis cuartetos llamados Haydn, compuestos de diciembre de 1782 a enero de 1785 (K. 387, 421, 428, 458, 464, 465). En ellos, Mozart utilizó lo que había aprendido de las transcripciones de las fugas de Bach más lo que había aprendido de los cuartetos del propio Haydn y llevó, aún más lejos, la técnica del contrapunto en la estructura de composición de los cuartetos de cuerda. Probablemente estos cuartetos sean el legado más claro que Mozart nos dejó sobre su conocimiento y admiración por la música de J.S. Bach.

Quienes estuvieron presentes aquella mañana de 1782 afirman que el barón van Swieten le dijo a Wolfgang: “Bien, Mozart, realmente has revivido al viejo Johann Sebastian y por ello te quedaré siempre agradecido”. Nosotros también.

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[1]Fragmento tomado del libro The Letters of Mozart and His Family, Emily Anderson (ed.), London, Macmillan, 1998 (la traducción es mía).

[2] David Shavin, “Mozart and the American Revolutionary Upsurge”, en Fidelio, Vol. I, Número 4, Invierno, 1992.

El contexto de los traductores literarios en México (2017)

Dentro del 2do Foro Internacional de Traducción Especializada leí un texto que da cuenta de las circunstancias en que trabajan los traductores literarios en México. Elaboré un perfil del traductor y de la industria en que trabaja, así como de sus condiciones laborales.

Da click aquí para descargar El contexto de los traductores literarios en México

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